Who is me. Pasolini, de Àlex Rigola (Las naves, Valencia. del 3 al 5 de marzo de 2017) | por Óscar Brox
Probablemente, pocos artistas reflexionaron tanto sobre sí mismos, sobre su producción intelectual y las contradicciones morales que entrañaba su tiempo, como Pier Paolo Pasolini. Si su obra constituyó, en cierta manera, la búsqueda de una forma, sus palabras manifestaron la búsqueda, si más no la necesidad, de un sentido. Who is me. Pasolini, la propuesta escénica de Àlex Rigola, bascula entre varias cuestiones: la búsqueda y la necesidad, la forma y el sentido, el poeta y el hombre. Y lo hace desde la intimidad de una puesta en escena tan austera como cercana, bajo la luz tenue que alumbra el interior de un contenedor de madera. De ese contenedor que, paulatinamente, se transforma en el interior de Pasolini; en el que reverberan sus palabras, sus pensamientos, los episodios vitales sobre los que se detiene puntualmente. Pero también la muerta; ese asesinato que resulta inevitable que envuelva a su figura como manifestación última de su revuelta. De su mirada sobre los chicos del arroyo, de su evocación de esa cultura friulana que tratará de preservar en su primera poesía, de su lucha frente a una burguesía que devora a grandes bocados las pequeñas virtudes del subproletariado. Y, finalmente, de su interés por construir un lenguaje, cuando no una forma (de la poesía a la prosa, y de esta al cine) que sepa cómo reflejar esos momentos de lo sagrado que le recuerdan a un mundo definitivamente perdido.
Rigola y su actor, Gonzalo Cunill, conciben su aproximación a Pasolini sin caer en tentaciones ni imposturas poéticas. Sin afectación ni engolamiento. Durante su monólogo dramático, Cunill busca la viveza de la palabra pasoliniana; la rabia, el desaire, la revuelta permanente que son propias del artista. Pero, también, la necesidad de contarse a uno mismo. De contar a ese Pasolini perdido en la noche de las luciérnagas, fascinado por los chavales del arroyo, entregado a sus bajas pasiones y a sus polémicas. Y en verdad resulta admirable la cercanía con la que Cunill traslada esa sensación, ese movimiento que nos descubre a un hombre, a un poeta, tratando de desentrañar sus propios misterios. Sus abismos y sus pasiones. Sin por ello dejar de interrogarnos por nuestra actitud frente a la cultura. A esa cultura moribunda que el propio Pasolini experimentaría, en forma de éxtasis y de posterior decepción, durante sus viajes a Nueva York, cuando observó el rápido proceso de asimilación por parte de la burguesía de todas aquellas tribus urbanas, indómitas e inconformistas, que tanta fascinación despertaron en su primer contacto.
En este montaje, Pasolini habla de sus fantasmas y de sus realidades, de aquel hermano partisano muerto por fuego igualmente partisano, de su cercanía emocional con aquel aullido de Allen Ginsberg. De la relación bisexual con un padre al que desea desde pequeño, desde el instinto más radical. De aquella tierra de prímulas y olores que captura en todo su erotismo. De una Italia que no abandona el fascismo, ahora encogido bajo el ala de la democracia cristiana. Pero, sobre todo, del tremendo esfuerzo intelectual por mantener con vida una forma casi arcaica, condenada a desaparecer. Un interés, casi una obligación, por pensar de otra manera. Por construirse de otra manera. El temblor de una vida, de otra vida, que aún está por construirse. Cuyo miedo, representado en los múltiples procesos judiciales en los que se vio envuelto, en ese desencantamiento forzoso que le impone su entorno, sacuden los cimientos de la vida de Pasolini.
Ante una propuesta escénica como la de Rigola, tan rigurosa como profundamente humana, solo cabe reconocer sus numerosos aciertos y olvidar sus nimios errores (ese videoensayo sobre las miradas en la obra de Pasolini, un peaje innecesario en el ritmo de la obra). Entre los primeros, el esforzado acercamiento de su actor principal a una figura llena de aristas y matices, incómoda y difícil de capturar, que no deja de interrogarse una y otra vez, cuya sensibilidad se transmite, precisamente, a partir de su provocación. De la revuelta frente a la resignación. De una fertilidad intelectual que planta cara al inmovilismo de una cultura vencida por el aburguesamiento. Por mucho que, al final, venga la muerte, que diría Pavese. Y, por recordar al propio Pier Paolo, el llanto de dolor. “No me caracteriza ser apolítico ni independiente: me caracteriza la soledad”.
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